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Cuatro veces todo

Solemnidad de la Ascensión del Señor

Queridos hermanos en Cristo:

La Ascensión del Señor que celebramos este domingo se celebraba tradicionalmente un día jueves para que fuera exactamente 40 días después de Pascua. Hace ya varios años que en la Arquidiócesis de Miami y en muchas otras diócesis del mundo ha sido transferida al domingo para permitir que una mayor cantidad de personas pudiera asistir a Misa para celebrar este importante evento que, podríamos decir consuma el misterio de la Encarnación a la manera del capítulo 55 del libro del profeta Isaías.

La Palabra Eterna de Dios se encarna en el seno de la Virgen, se anonada como dice san Pablo en la carta a los Filipenses, resucita glorioso y vuelve al seno de la Santísima Trinidad trayendo la novedad de su humanidad glorificada, que es nuestra común humanidad.

Este evento se narra en detalle al comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, el segundo tomo de la obra de san Lucas, la primera lectura de este domingo.

El Evangelio que se proclama este domingo contiene el gran mandato misionero del Señor que aparece en la conclusión del Evangelio según san Mateo.

En este breve fragmento, el Señor Jesús utiliza cuatro veces el adverbio “todo”. Afirma tener todo el poder, ordena a sus discípulos ir a todas las naciones y enseñar todo lo que El enseñó; y les promete que estará con ellos todos los días hasta el fin de los tiempos.

Claramente, desde un punto de vista puramente semántico y gramatical, la inclusión de la palabra “todo” viene a agregar intensidad al mandato del Señor.

Jesucristo afirma tener todo el poder. Así es. Lo tiene. Es propiamente suyo porque es Dios. A él le pertenece todo lo que existe, pues como dice san Pablo en la carta a los Colosenses, todo ha sido creado por El, en El y para El. Ya no cabe ninguna duda de su divinidad pues ha resucitado de entre los muertos. La muerte ha quedado vencida. No tiene poder sobre El. Conserva su humanidad, pero en El, nuestra común naturaleza humana ha sido glorificada. Es humanidad gloriosa que ya no está limitada por el tiempo ni el espacio.

Ha venido al mundo con una misión que ahora deberán continuar sus discípulos, es decir nosotros, hasta el fin de los tiempos. Por el Bautismo, somos su presencia. Hay que ir a todo el mundo. La salvación que en Cristo se nos ofrece es universal. Está destinada a todos. Dios que ha creado todo lo que existe pura y exclusivamente por amor, ha creado a los hombres, varones y mujeres, a su imagen y semejanza, es decir con una capacidad especial para participar de su vida misma. Tanto desea esa comunión que asume la naturaleza humana, se encarna, se une por nuestra común naturaleza con todos los seres humanos que han existido, existen o existirán. Para hacernos el mayor bien posible, se somete al poder de la muerte en solidaridad con nosotros y resucita, destruyendo el poder de la muerte sobre la naturaleza humana. Su victoria es la victoria de la naturaleza humana, accesible a todos, incluso a aquellos que lo han crucificado, incluso a aquellos que lo han conocido. Por eso envía a los discípulos a proclamar su victoria, su resurrección, para que todos puedan llegar a conocerlo, experimentar su amor, abrir sus corazones a la gracia y así participar de su victoria.

El anuncio no debe ser solamente un ejercicio intelectual, mucho menos un ejercicio triunfalista o búsqueda de poder; la conversión a la que el invita tampoco. Por eso debe anunciarse su mensaje integro. Los discípulos tienen que enseñar todo lo que él ha enseñado. Para ser testigos creíbles, primero deberán vivir según lo que enseñan. Dando testimonio coherente con sus vidas, y con el martirio si fuera necesario, de los hechos que anuncian, confesando que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre por la forma en que viven su humanidad, en todas sus dimensiones, desde lo más íntimo hasta lo más público. No los manda a enseñar un código moral. Del dato de la Encarnación de la Palabra Eterna de Dios y de su Resurrección se desprende una visión de la persona humana que debe informar y transformar la forma en que cada uno vive su humanidad, como se relaciona con su propio cuerpo, como se relaciona con sus hermanos y con la creación entera.

Este mandato, por supuesto, puede cumplirse por la promesa de Cristo. Él es el garante y patrocinador de esta misión. Esta con nosotros hasta el final de los tiempos. Todos los días, todo el tiempo. No ha abandonado, ni jamás abandonará a su pueblo. Como le dice san Pablo a Timoteo, aún si nosotros somos infieles, el permanece fiel porque no puede contradecirse.

Vivir en Cristo resucitado es posible por la gracia que se nos ofrece. Como dicen los obispos latinoamericanos en Aparecida, haberlo encontrado es lo mejor que nos ha podido pasar en la vida. El que ama desea el bien para el amado, por lo tanto anunciarlo con toda nuestra vida y cuando sea necesario de palabra, debe ser nuestro gozo y nuestra alegría, pues así contribuimos al gozo verdadero y eterno de nuestro prójimo.

Fr. Roberto M. Cid