Queridos hermanos en Cristo:
Los domingos de este año litúrgico estamos leyendo el Evangelio según san Mateo que incluye el Sermón de la Montaña en los capítulos 5, 6 y 7.
El fragmento de la semana pasada incluía las Bienaventuranzas que marcan el comienzo del Sermón en el que Cristo nos ofrece una síntesis de su enseñanza moral, una hoja de ruta para vivir nuestra vida como auténticos discípulos suyos.
Como recordarán, las Bienaventuranzas se dirigen a todos, pues la ley natural es aplicable a todos, no solamente a los cristianos y es en principio accesible a la razón. Aunque, por supuesto, por efecto del pecado, lo que en principio debería ser evidente para todos no lo es para algunas personas. Por eso necesitamos la enseñanza de Cristo y de su Iglesia que nos permite comprender mejor quienes somos y como debemos vivir nuestra vida.
Nuestra hermosa fe católica no es un código moral, sino una relación con alguien que está vivo, que hemos encontrado, que da una orientación decisiva a nuestra vida, ofreciéndonos una guía segura para alcanzar la felicidad verdadera y permanente, aquella que el mundo no puede dar.
La última Bienaventuranza está dirigida directamente a los discípulos de Jesús, a quienes el Señor anima frente a las calumnias y persecuciones que sobrevendrán en el esfuerzo por permanecer fieles a El, sus mandatos y sus enseñanzas. Esa última Bienaventuranza también es una transición hacia las orientaciones específicas que el Señor da a sus discípulos, comenzando con el fragmento que escuchamos este domingo, en el que nos exhorta a ser la sal de la tierra y la luz del mundo.
Se trata de dos imágenes muy sencillas, pero muy elocuentes. Como toda metáfora permite múltiples niveles de interpretación provechosa.
Por supuesto que todos nos damos cuenta del significado de la metáfora de la sal. La comida es más sabrosa cuando tiene la cantidad adecuada de sal. Al igual que la sal de mesa, que si se guarda por mucho tiempo se humedece y termina arruinándose, un cristiano que no vive su fe en lo cotidiano o se retira a un espacio interior de religiosidad, termina perdiéndose. Como dice el Concilio Vaticano II, el cristiano que desatiende sus obligaciones temporales pone en peligro su salvación eterna.
También, podríamos establecer una diferencia interesante entre la sal de los cristianos y el cloruro de sodio, porque no solamente hemos de agregar sabor a la sociedad en la que vivimos sino también ser fermento de la sociedad. Si consideramos una solución salina, los cristianos no debemos disolvernos en el solvente, sino que debemos cooperar para que el solvente se vuelva también soluto, encuentre a Cristo y su amor y participe de la vida verdadera que en El se nos ofrece.
La metáfora de la luz es también frecuente en la Sagrada Escritura. El salmo 27, por ejemplo, comienza diciendo: “El Señor es mi luz y mi salvación.” En el tiempo de Adviento y Navidad aparecen muchos fragmentos del libro del profeta Isaías que hacen referencia al Mesías cuya luz alumbra a quienes viven en tinieblas. Las cartas de san Juan recurren con frecuencia al contraste entre la luz y las tinieblas. Jesucristo mismo declara ser la Luz del mundo. Nosotros, que por el Bautismo hemos sido configurados a El, también tenemos que ser luz del mundo. Así nos lo dice el mismo en el Sermón de la Montaña que estamos escuchando.
No importa la intensidad de nuestra luz, lo que importa es que irradie o refleje la Luz verdadera de aquel que es la salvación del mundo, porque es Dios hecho hombre. En última instancia Jesucristo mismo es la fuente de energía.
Es cierto que hay sombras y tinieblas que nos rodean, pero eso no debe desanimarnos. Al contrario, debe ser un recuerdo constante que nuestra vida cristiana ha de ser la luz que contribuye a disipar esas tinieblas. En vez de lamentarnos de las tinieblas que nos rodean debemos pedir al Señor que aumente la intensidad de nuestra luz para que se vaya abriendo camino en el mundo el Reino de Dios que el anuncia con sus enseñanzas e inaugura con su Resurrección, porque es su persona misma que por el misterio Pascual ha llevado a la creación entera a su consumación en Dios.
La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías nos ofrece una clave adicional para que nuestra luz brille en el mundo, para ser fermento que mejora la sociedad. Las obras de misericordia corporal y espiritual, como dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, corregir al que se equivoca, son el catalizador que aviva nuestra luz, la forma en que nuestra presencia aporta sabor al mundo. San Pablo en la segunda lectura nos recuerda que todo esto lo hemos de hacer sin buscar el poder temporal ni apelar a la fuerza o cálculos puramente humanos, sino lisa y llanamente por amor a Cristo, porque lo hemos encontrado a El, hemos gustado su amor y nos esforzamos por vivir en Aquel que es la luz que no conoce ocaso, presente entre nosotros, cuya presencia hace nuevas todas las cosas.
Fr. Roberto M. Cid