Scroll Top
3716 Garden Ave. Miami Beach, FL 33140

Sobre la muerte de Lázaro (y la nuestra)

V domingo de Cuaresma

Queridos hermanos en Cristo:

La escena en la casa de Lázaro y sus hermanas es desoladora. El sufrimiento y el dolor ante la realidad de la muerte es de tal magnitud que Aquel que es la Vida misma se conmueve e incluso llora. Es lógico que así sea, pues es hombre verdadero y como tal experimenta las emociones humanas frente a la muerte que pareciera aniquilar nuestra naturaleza. Desde un punto de vista humano, la muerte es algo terrible, la disolución de nuestro ser. Así lo reconoce la liturgia de la Iglesia cuando dice en el prefacio I de la Misa de difuntos que la certeza de morir nos entristece. La contemplación de la muerte nos estremece y lleva a algunos al borde la desesperación.

La Resurrección de Cristo, que nos preparamos para celebrar con gran gozo en unas semanas es el evento que da sentido a todo incluso a la muerte, pues es la garantía de la victoria de la naturaleza humana sobre la muerte y la promesa de nuestra futura inmortalidad. Esto es tan cierto y tan real como el dolor intenso que causa el encuentro con la muerte.

Así lo explica con gran elocuencia el Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Gaudium et spes.

“El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera…”

“Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre…”

“Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre!”

Fr. Roberto M. Cid