Queridos hermanos en Cristo:
La profecía bíblica no es clarividencia ni adivinación del futuro. El profeta, o la profetisa que también las hay en el Antiguo Testamento, tiene una misión concreta, llamar a Israel a la fidelidad a la Alianza y despertar las conciencias individuales para que cada miembro del pueblo de Dios camine un camino de conversión, advirtiendo contra el peligro de los numerosos ídolos y las tentaciones que representan para la fe de Israel. Los profetas que Dios suscita tienen distintos oficios y profesiones. A veces desarrollan su ministerio solos o en grupo. Son mensajeros de paz, amor y esperanza. No anuncian calamidades, pero si señalan las consecuencias lógicas y naturales de la desobediencia al mandato del Señor y la idolatría. Padecen en carne propia las consecuencias del pecado y la infidelidad del pueblo. Son calumniados, exiliados e incluso asesinados porque su voz resulta molesta para aquellos que no quieren oír la voz del Espíritu de Dios que habla a través de ellos.
Juan el Bautista, a quien encontramos en el Evangelio de este domingo, era de estirpe sacerdotal pues el sacerdocio del Antiguo Testamento era hereditario. Sin embargo, es propiamente un profeta, pues llama al pueblo a la conversión. De hecho, el bautismo de Juan, que es esencialmente diferente del sacramento del Bautismo que nosotros hemos recibido, es un llamado a la conversión.
Además, Juan anuncia la presencia de Dios en medio del pueblo, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, a quien señala como el Mesías e invita a escucharlo y a seguirlo. Como bien sabemos, la fidelidad de Juan a su misión le acarreó sufrimiento, al punto de derramar su sangre por anunciar la enseñanza de Dios íntegramente y dar testimonio de la verdad frente a los poderosos de su época.
Todos los bautizados, en virtud del sacramento que hemos recibido, participamos de la misión profética de Cristo.
En estos días recordamos con particular afecto y gratitud a un cristiano que, puede también considerarse un profeta en sentido analógico con los profetas del Antiguo Testamento y con Juan el Bautista. Me refiero al papa emérito Benedicto XVI fallecido el pasado 31 de diciembre.
Vale la pena recordar a manera de síntesis de lo que fue su luminoso pontificado, las palabras proféticas que dirigió a los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida en el año 2007.
“La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios, y recordar también a los fieles de este continente que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad con él, imitar su ejemplo y dar testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como los Apóstoles, el mandato de la misión: “Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará.” Pues ser discípulos y misioneros de Jesucristo y buscar la vida “en él” supone estar profundamente enraizados en él.
¿Qué nos da Cristo realmente? ¿Por qué queremos ser discípulos de Cristo? Porque esperamos encontrar en la comunión con él la vida, la verdadera vida digna de este nombre, y por esto queremos darlo a conocer a los demás, comunicarles el don que hemos hallado en él…
Esta prioridad, ¿no podría ser acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?
Como primer paso podemos responder a esta pregunta con otra: ¿Qué es esta “realidad”? ¿Qué es lo real? ¿Son “realidad” sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de “realidad” y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas.
La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano.”
Como dijera el Papa Francisco en la Misa de exequias de aquel que dedicó su vida a humanizar el mundo, proclamando el amor de Dios, el Dios que es amor, que tiene rostro humano porque se encarnó y porque encontramos ese rostro en los hermanos: “Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz.”
Fr. Roberto M. Cid